DETRÁS DE MI SONRISA
La unicidad, esa cualidad de cuya patente a menudo creemos gozar en nuestra lucha personal dentro del universo, no existe como tal. Nunca se está solo ni se lidia en soledad. En mi caso particular, con el tiempo he descubierto que hay muchas personas que esconden dolor, tristeza, angustia y frustración detrás de una sonrisa, por no decir enfermedades diagnosticadas como el lupus, la fibromialgia, la fatiga crónica o la depresión. A modo de ejemplo, citaré algunos datos referentes a España (cifras de 2019): 75.000 pacientes de lupus, 100.000 de fatiga crónica y 900.000 de fibromialgia; ni qué decir de la depresión, siendo España el cuarto país europeo con más casos: la friolera de 2,4 millones de personas en 2017, según la Agencia EFE. Ya sea por ansia de protagonismo o por mala suerte, ostento los cuatro títulos.
El lupus eritematoso sistémico, una enfermedad del sistema inmunológico, es fácilmente reconocido a través de una analítica. Ahora bien, el desaliento de la depresión, las numerosas consecuencias de la fibromialgia (dolor, agotamiento, insomnio, migraña, hipersensibilidad, por citar solo unas cuantas) y la fatiga crónica —atentos: se apellida “crónica”, lo cual se traduce en una inexplicable falta de energía que se prolonga en el tiempo y de la que no se prevé una cura, es decir, cansancio in eternum— son tildadas de subjetivas por no existir una prueba médica determinante.
Dado que los pacientes no somos androides sino personas, nuestro nivel de energía no es medible en un porcentaje ni aparece reflejado con un icono de batería en nuestra frente, de manera que la frase «estoy cansado/a» cuando estamos al límite de fuerzas no significa absolutamente nada para el oyente. Quiero decir “nada” a nivel social y burocrático, en ocasiones incluso familiar; solo Dios sabe la cantidad de veces que me he sentido —¡qué caray!— que me siento incomprendida. Sé que soy percibida como trabajadora problemática o como individuo con tendencia a la holgazanería, a exagerar el estado de ánimo, a la queja per se.
A nivel personal faltan palabras. Es por eso que el paciente de fibromialgia o de fatiga crónica afirma más de una decena de veces diarias que «está cansado»; no se nos ocurre decir que estamos extenuados o faltos de aliento, que anhelamos sentarnos en una silla, echarnos en la cama. Cansado/a es la palabra más socorrida del diccionario. Ahora bien, cualquier ser humano que se levante pronto, tome el tren, trabaje durante ocho horas, vuelva a tomar el tren, recoja a los niños en el colegio y llegue a su hogar sobre las seis de la tarde, está literalmente “cansado”. Por este motivo, cuando esa misma palabra sale de mi boca, nadie me hace caso. E imagino que lo mismo le sucede a otros pacientes.
Cuando descubres que los que te rodean, independientemente del ámbito al que pertenezcan (laboral, social, familiar), no captan tu malestar, empiezas a dudar. Y ahora hablaré por mí misma. Al sentirme incomprendida, he llegado a conjeturar, a creer que no estoy enferma, que si me convenzo de que gozo de salud y puedo resistir estoicamente la jornada, ese sueño se hará realidad. Mas no es así.
Mis palabras quieren ser una llamada de socorro secundada por todos los pacientes de fibromialgia y fatiga crónica que se sienten incomprendidos, un mensaje a las entidades sociales sanitarias. No nos disgustan las tareas, sino que tememos el desgaste físico que suponen; no nos atrae el mullido colchón, sino que lo precisamos para poder continuar activos después; no nos quejamos de vicio, sino que estamos indirectamente implorando ayuda porque nuestro organismo no da más de sí en ese momento. Obviamente, el trabajar o pensar de manera intermitente no es compatible con la sociedad actual porque, decidme, ¿qué empleador acepta de buen grado que la labor sea interrumpida hasta que el empleado vuelva a cumplir?
No suelo dar discursos sobre mis circunstancias, pues detesto ver desconcierto o compasión en los ojos de los que me escuchan; por otro lado, mis protestas tampoco sirven para que el Tribunal Médico modifique su incomprensión respecto a dichas dolencias. En consecuencia, ¿qué me queda? Únicamente esconder el dolor invalidante, el abatimiento y el profundo malestar como si fueran un mero producto de mi imaginación, esconderlos detrás de mi sonrisa.
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