EL FINAL DE UNA ETAPA, EL PRINCIPIO DE OTRA
Es 1 de diciembre de 1979; tengo ocho años y el último mes del calendario se ha convertido en el escenario de un fascinante espectáculo de magia: un sinfín de anuncios televisivos con juguetes novedosos, la atmósfera familiar de sorpresas secretas, escaparates adornados con bolas y guirnaldas, la deslumbrante iluminación en las calles… ¡Ah! Las luces de Navidad. Ir a ver el sensacional encendido a las seis de la tarde era una tradición a la que mi madre me llevaba año tras año, una tradición popular que yo he traspasado con mimo a mis retoños.
En el centro de Barcelona existe un cruce de calles peatonales desde el cual se puede presenciar dicho encendido en tres direcciones distintas: Puertaferrisa, Pino y Cucurulla; para mayor comodidad, hay dispuestos cuatro grandes maceteros circulares estratégicamente situados y en cuyo borde —amplio y liso— se puede sentar hasta una decena de paseantes. Una cálida escena repleta de luz, alegría y sueños.
De aquella quincena vacacional de mi niñez, sólo había un día en que mi madre y yo emprendíamos esta pequeña excursión en metro, dado que no residíamos en la Ciudad Condal; recuerdo claramente el brusco traqueteo del vagón, los viajeros cargados de bolsas con regalos, la expectación que sentía durante el trayecto como si la sintiera ahora mismo: ¿Qué formas haría el iluminado esta vez? ¿Quizá leería mensajes de paz? ¿Cuál sería su color? Por mi cabeza deambulaban resplandecientes estrellas plateadas, gigantescos copos de nieve, esferas azuladas, ángeles pintados de oro…
Durante años he estado gozando de la misma salida con mis pequeños, esta vez en tren por vivir aún más lejos del lugar en cuestión. Al igual que yo en su día, ellos lo han percibido como una tarde de hechizante ilusión, una actividad sin la cual las fiestas parecían incompletas.
Hasta hace tres días.
Es 20 de diciembre de 2021. El tiempo es imparable y la vida, cambiante. Todo pasa, todo muere, todo avanza. He estado dos semanas repitiendo a mi niña —de sólo diez años— que se acercaba el momento de ir; de hecho, repitiéndomelo a mí misma, puesto que ahora me resulta un esfuerzo y costoso sacrificio desplazarme arriba y abajo, pasar dos horas entre la muchedumbre soportando las voces de la gente, los gritos estridentes de los críos, el estrés en los establecimientos… Para más inri, las luces que antes me maravillaban han pasado a dañarme la vista. Pero el amor hacia los hijos nos dota de una valentía insospechada, así que hace tres días me decidí a ignorar mi descanso —o mi extremo cansancio, mejor dicho—; sin embargo, tras exponerle el plan a mi hija, esta desde el sofá y con una desgana que se me había pasado por alto hasta ese minuto y de cuyo impacto todavía me estoy recuperando, me respondió:
«Pero, mamá, ¿qué tienen de especial las luces de Navidad?»
Me diréis que no hay para tanto, que las palabras y las acciones tienen la importancia que queramos otorgarles, pero para mí ha sido un golpe bajo emocional pues significa que mi niña se está haciendo mayor, que ha perdido la ilusión por algo que antes le parecía mágico, que considera que no merece la pena molestarse para presenciar un simple encendido de luces.
Una vez más decido quedarme con lo positivo. Durante este tiempo he transmitido a mis hijos una vivencia entrañable, les he demostrado que las cosas pequeñas pueden aportar una gran dosis de felicidad pues, a pesar de que ha llegado el momento en que no les resulta atrayente, siempre recordarán la emoción de las excursiones que hicieron con su madre, a menudo apresurados para no llegar tarde al encendido, chiquillos riendo nerviosos, su ser entero pletórico de espíritu navideño.
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